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IDA Y VUELTA
Columna
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Regresos de González Sainz

Antonio Muñoz Molina

En las novelas de José Ángel González Sainz siempre hay un regreso. Volver al mundo, se titulaba la que publicó en 2003, una novela grande, de hermosa ambición narrativa y política, en la que uno se sumergía poco a poco y en la que se quedaba a vivir durante todo el tiempo que le durara la lectura. Tenía la densidad y la duración de esas historias en las que un escritor pone exactamente todo lo que posee, la enciclopedia cifrada de toda su existencia. "La única pregunta que importa acerca de un libro", dice Joyce en Ulysses, "es a qué profundidad en el alma de quien escribe se ha originado". En esa novela se notaba en seguida la hondura de la que brotaba su caudal, de modo que las muchas sutilezas de su construcción como artificio narrativo -el juego de las voces, las idas y vueltas en el tiempo, el modo gradual en que se iba revelando la historia- importaban menos en la primera lectura apasionada que los caracteres y los destinos de los personajes. Uno iba leyendo y no podía dejar de hacerlo y lo que quería era saber más y comprender, y había momentos en los que la tensión se volvía tan irrespirable como si uno mismo se hubiera visto atrapado en los actos de aquellos seres en los que la intoxicación ideológica había sido el preludio para la ceguera y el crimen. La severidad política y moral de la novela era el fondo contra el que se desplegaba una rica invocación de la terrenalidad del mundo visible, de la naturaleza intacta y los paisajes campesinos creados por el trabajo humano, abandonados luego, revertidos poco a poco a un estado de desolación que es el de la inmensidad deshabitada de la España rural.

'Volver al mundo' era, en el fondo, una novela de miedo, una novela gótica de hechiceros y monstruos
También hay monstruos en 'Ojos que no ven'. Es una crónica de cosas atroces que suceden todavía en nuestro país
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"En España nos hemos acostumbrado a la devastación del fanatismo y a coquetear y chapotear en ella"

El trabajo del novelista, como el del lector, consiste en ponerse en la piel de seres desconocidos y probablemente imaginarios que sin embargo son sus semejantes, pero hay experiencias que no pueden inventarse, o que sólo se transmiten con una vibración de verdad si uno las ha vivido en su propia carne. Basta leer ciertas fechas y ciertos nombres de lugares en la solapa de los libros para adivinar una biografía. González Sainz nació en 1956, en Soria; estudió en Barcelona y Madrid; lleva veinte años viviendo en Italia. Pertenece a la generación de los que conocimos todavía un país pobre, atrasado y agrario, en el que las palabras que nombraban las cosas y los trabajos con los que los hombres y las mujeres se ganaban difícilmente la vida estaban anclados a la tierra y al orden arcaico de las estaciones. De haber nacido sólo unos años después sus recuerdos serían completamente distintos; si hubiera nacido unos pocos años antes, no habría tenido la oportunidad de estudiar y por lo tanto de salir del horizonte estrecho pero también protector en el que sus mayores habían vivido con esfuerzo y sin queja, con una oscura voluntad de resistir a las adversidades.

El estallido biológico de la primera juventud fue para él exactamente simultáneo con el de las libertades políticas y los grandes vendavales ideológicos que agitaban las universidades hacia la mitad de los setenta, y que eran el resultado de la muerte del general Franco pero también la resonancia tardía del 68 europeo y americano. De pronto todo era tan nuevo que el mundo de los orígenes casi daba vergüenza por su atraso. En un país donde nunca hay grandes distancias, los pocos cientos de kilómetros que como máximo separaban las capitales universitarias de los pueblos a los que uno volvía con tanta desgana para las vacaciones se convertían en un viaje apesadumbrado en el tiempo, hecho por igual de hostilidad y de culpa. En el deseo de poner tierra por medio había sin embargo matices incómodos de vulnerabilidad a la añoranza que eran como anticipos de la melancolía sin remedio que habrían de llegar con la conciencia verdadera del paso del tiempo y de su acción devastadora sobre los seres queridos y los lugares de la memoria.

De la potestad de destrucción que traía consigo lo radicalmente nuevo muchos nos dimos cuenta cuando ya era demasiado tarde. Las drogas y las ideologías vinieron como promesas subyugadoras de una libertad más allá de cualquier límite y dejaron anchas zonas de sombra sembradas de cadáveres o habitadas por muertos vivientes, o por monstruos que algunas veces, aunque ya no miraran igual, tenían los rasgos de personas conocidas.

En Europa, en los años ochenta, los criminales alucinados de las Brigadas Rojas o de la llamada Fracción del Ejército Rojo estaban muertos hacía tiempo o encerrados en las cárceles, marcados por la ignominia pública. En España, hasta casi ayer mismo, sus semejantes mataban más que nunca y recibían, en el País Vasco, el cariño incondicional de familiares y vecinos, la abierta aprobación o la indulgencia política, incluso la bendición eclesial.

En Volver al mundo González Sainz contó las historias de la generación que había creído liberarse del pasado y abrazaba tan fanáticamente lo nuevo que se dejó seducir por el brillo intelectual del crimen como herramienta necesaria en la consecución del paraíso. Era, en el fondo, una novela de miedo, una novela gótica de hechiceros y monstruos, los monstruos que han sido personas normales, los hechiceros intelectuales que seducen a otros para despojarlos de su humanidad y convertirlos en verdugos.

También hay monstruos en la novela más reciente de González Sainz, Ojos que no ven; monstruos humanos que matan en nombre del pueblo o de la patria y otros que no matan pero acusan, aprueban, vuelven la cabeza, miran a otra parte; y pájaros carroñeros de picos fuertes y grandes garras que despedazan los cadáveres mientras otros más débiles esperan su turno para devorar las partes blandas, las vísceras y los ojos. La novela es una crónica de cosas atroces que suceden todavía en nuestro país -el terrorismo y las complicidades que lo alimentan- y también una fábula de intensidad primitiva, la del hombre que vuelve al cabo de mucho tiempo a los lugares de su infancia y la del padre que ve crecer a su hijo y convertirse en un extraño y en un enemigo y descubre que el monstruo más temible es el que ha engendrado uno mismo. Volver al mundo tenía la amplitud de esas novelas que según Balzac aspiran a competir con el registro civil; Ojos que no ven adopta la disciplina inversa, que es tal vez más exigente, la distancia ceñida de la novela corta, que abarca igual tiempos y vidas, pero comprimiendo el relato en lugar de dejándose llevar por él. En la novela larga se vive como en una casa durante muchos días. La novela corta, como el poema y el relato, como una obra musical, obtiene su efecto de la unidad de lectura. Los días se concentran en horas. Dura como un viaje. En ninguna otra forma narrativa es más poderosa la maestría. Termino Ojos que no ven en un cierto estado de sonambulismo y regreso a la primera página para fijarme con más cuidado en su meticulosa construcción. Me acuerdo siempre de Cyril Connolly: literatura es algo que ha de ser leído al menos dos veces.

Ojos que no ven. José Ángel González Sainz. Anagrama. Barcelona, 2009. 160 páginas. 15 euros. Volver al mundo. Anagrama, 2003.

Imagen de la portada de <i>Ojos que no ven, </i><b>de José Ángel González Sainz: el</b> fotógrafo Danilo de Marco y su padre, retratados por Amerigo Brecht.
Imagen de la portada de Ojos que no ven, de José Ángel González Sainz: el fotógrafo Danilo de Marco y su padre, retratados por Amerigo Brecht.

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